lunes, 6 de diciembre de 2010

27-12-2008

Ensayo sobre la muerte...

            “¡De los muertos no se habla!” Sin duda una frase muy extendida en todo occidente. A modo de chiste fácil podría responder que, ¡vale!, entonces eliminemos todos los libros de historia (absurdo, ¿verdad?). También se suele escuchar eso de que “¡a los muertos hay que dejarlos en paz!”. La verdad, ¡como si a ellos les importase! Por no decir esa otra que dice “¡los muertos merecen un respeto!”. Eso sí, en vida probablemente los poníamos a parir. Pero una vez muertos..., ya se sabe. Otros, en un ejercicio de novela policíaca, dicen eso de que “¡la muerte es un misterio!”. Claro, por eso hay todo un negocio lucrativo a su alrededor. Al ser un misterio, es un producto que se puede “vender” de muchas maneras. Y qué decir de aquellos que afirman que “¡la muerte es un tema tabú!”. Pues que son los primeros que cuando se topan de morros con ella (un familiar, un amigo, un conocido), se quedan lo que vulgarmente se dice “en bragas”. Y claro, es entonces cuando se toma eso de la muerte como “la cosa más horrible del mundo”. Y por último, no faltan los que dicen que la muerte “es un tema macabro”. Son los mismos que no dudan en ver las noticias en la televisión, sobretodo las que aparecen niños y ancianos destrozados por una bomba. Mola, ¿verdad?

         Pues no. Va a ser que no. ¿Y si yo les dijera que la muerte es algo, en esencia, maravilloso? ¡Vale! ¡¡Vale!! Por favor, esperen un poco antes de ponerme a parir. “¿La muerte algo maravilloso?” Joder. ¡Pues que se muera tu padre! ¡No te fastidia!” Bien. Ya me lo han dicho. ¿Están más relajados? ¿Han sacado ya sus demonios de dentro? Ok. Ahora, por favor, permítanme seguir. ¿De acuerdo?

         Es evidente que la pérdida de un ser querido causa tristeza, desasosiego y un fuerte dolor. No es menos cierto, y demostrado está, que se pasan por cinco etapas (tranquilos, ni las mencionaré) hasta llegar a la aceptación. Y llegados a este punto es donde creo yo que abría que hacer hincapié en el tema. Los que nos quedamos, nos quedamos bastante fastidiados. Pero..., ¿y el que se va? El que se va se queda en la gloria (religiones al margen, conste). Muchos de ustedes me dirán que nadie ha vuelto del más allá para contarnos lo que hay. Bueno..., eso no es del todo exacto. Verán, tal y como yo lo veo, la cuestión del más allá tiene un secreto..., a voces, claro. No hay que ser especial, ni espiritualmente elevado, ni ser descendiente de tal o cual familia. Nada de eso. Tan solo es necesario una cosa: ser receptivo. Así de sencillo. ¿Y qué es ser receptivo?

Ser receptivo es quitarle el candado a la habitación en la que tenemos nuestras “cosas aprendidas desde siempre” y tirar el candado y la llave al mar (naturalmente pueden tirarlo a cualquier parte; lo del mar sonaba más poético). No seré yo el que les diga que las cosas que les han explicado desde niños son falsas. En absoluto osaría decirles algo así. Primero porque no lo SÉ con exactitud. Y segundo porque no pretendo cambiar a nadie (de hacernos cambiar con el pasar de los años ya se encarga el Universo). Lo que les quiero transmitir con la idea de “ser receptivos” es que, ¿porqué no?, abran la puerta a la posibilidad de que las cosas no sean solamente tal y cómo les enseñaron de pequeños. Permitan que entre en sus mentes y corazones todo un séquito de información que, como mucho, daño no les hará. Y si encima les puede aportar algo más de luz... 

Para aquellos que me digan que después de la muerte ya no hay nada más, les diré dos cosas. La primera que si eso es así, cuando muramos experimentaremos algo genial que es el NO SER. ¿Se imaginan? Hasta la fecha todos ustedes saben lo que es SER. Por lo tanto, son plenamente conscientes de qué significa y qué se vive SIENDO. Bien. ¿Se hacen una idea de lo que ha de ser el NO SER? Cuanto menos, estoy seguro que será una experiencia nueva y sobrecogedora.

La segunda cosa que les diría a los que creen que tras el sueño final no hay nada más, es que se me plante un problema considerable ante semejante afirmación. Verán. Si después de la muerte no hay nada (si tienen ustedes los bemoles y la inteligencia suficiente para conceptuar y definir la NADA), entonces..., ¿qué les decimos a los miles y miles de seres humanos que han tenido experiencias “extracorporales”? De hecho, se cuentan por millones. Una “experiencia extracorporal” o “en el umbral de la muerte” es aquella en la que la persona sale de su cuerpo (como suena) y queda suspendida en el aire pudiendo ver todo lo que acontece mientras se está “muriendo”. Pero no se mueren. Regresan. Y son capaces de dar una cantidad de detalles impresionantes de lo “vivido” momentáneamente al otro lado: número de médicos que le atendían, comentarios realizados por los mismos, matrícula del coche que les atropelló, como podían bailar en ese otro lado aunque en la vida terrenal les faltase una pierna, como podían ver perfectamente aunque en la Tierra fueran ciegos totales..., etc. Amen, naturalmente, de los detalles que les han dado y han vivido en el otro lado: recibimiento por parte de familiares que ya se habían ido antes, el famoso túnel en cuyo final hay una luz muy intensa que “despide” un amor como nunca sintieron antes, disfrutar de cosas que anhelaron en vida terrenal pero que nunca obtuvieron..., etc.

         Bien. Así pues, ¿qué les decimos a todos esos miles y millones de personas? Veamos..., déjenme pensar..., ¡ya está!..., les decimos a todos que sufrieron alucinaciones. ¡Se habían fumado un “tripi”! Claro que la explicación no es muy decorosa. Bueno. También les podíamos decir que los médicos se equivocaron y en lugar de suero les habían dado cocaína en disolución. Pero eso sería un insulto para la medicina (ya saben, la élite). Hombre, un suero se puede “traspapelar”, pero miles y millones de sueros..., ya sería negligencia abusiva (y eso jode más). Entonces..., ¿qué les decimos? ¿Una travesura de la mente? Jo. Algo repetitiva, ¿no creen? Naturalmente, yo no soy médico ni similar. Así que estoy seguro que más de un galeno me podría dar un largo discurso (y nada falso, conste) acerca de lo intrínseco y complicado que es el cerebro humano (no en vano, pocos son los médicos que se atreven a “meterle mano” al cerebro; lo suelen dejar a las máquinas; siempre es más rentable echarle la culpa a un chip). Y yo escucharía ese discurso y le diría a la ciencia: “Amén”. El problema es que la premisa que les he citado anteriormente sobre cómo explicamos la NADA tras la muerte ante semejantes hechos, no se soluciona. Si cuando vuelves del más allá eres capaz de decirle a alguien, por ejemplo, el color de los pantalones y el jersey que llevaba, debajo de la bata blanca, cuando te atendía mientras estabas sedado y, posteriormente, ya muerto..., hay algo que no se puede explicar con una lógica y raciocinio humanos. Si te “despiertas” una hora después de haber “muerto” diciéndole a la enfermera: “no ha estado bien que me cogiera burlonamente la nariz hace diez minutos”..., eso solo se puede “entender” si se es receptivo. Si no se es receptivo, te pasará lo que a la enfermera: te harás pipí en las bragas.

         Morir es el acto más egoístamente genial que existe. “Señores, ya lo aprendí todo; al menos todo lo que vine a aprender; ¡me largo!”. Y se largan, se largan. Y muchos de los que se quedan aquí, lo hacen con una cara de incredulidad pasmosa: “¡Se ha muerto! ¿Cómo es posible?”. Huelga decir que si a esa misma persona que contempla la muerte de otro, en lugar de presenciar tal fallecimiento, le toca la lotería primitiva en una suma cuantiosa, se guardará muy mucho de hacerse la pregunta “¿Cómo es posible?”. Claro, nos han enseñado que el dinero no necesita de nuestro “ser receptivo”, la muerte ya es otra cosa.

         Todos tenemos el llamado “espíritu de supervivencia”, el cual hace que, en mayor o menor medida, nos aferremos a esta vida, en ocasiones, como si de un clavo ardiendo se tratara. Usted, la persona que me lea en estos momentos, probablemente será capaz de contener la respiración unos 40 segundos. Y no está mal. Pero con toda seguridad le digo que, si se encuentra debajo de agua y una capa de hielo le impide salir a la superficie, usted resistirá bastante más que esos 40 segundos hasta que bien perfore el hielo y salga al exterior a tomar aire, o bien hasta que perezca en el intento. Esa “capacidad supletoria” nos la da el “espíritu de supervivencia” del que les hablo. Hay pocas personas que se “abandonen” a la muerte sin luchar. Y es ahí donde, en mi opinión radica lo “maravilloso” del asunto. Traten de verlo desde este otro punto de vista: “abandonarse”. A fin de cuentas, ¿no son ustedes los primeros que dicen que “cuando te toca, te toca”? Es la ausencia de todo miedo al morir lo que hace que la muerte sea maravillosa. Entiendo, eso sí, el miedo a “la forma” de morir. No se muere igual entre horribles dolores de un cáncer de huesos, que haciéndolo de un infarto mientras estás durmiendo; desde luego que no.

         A mi modo de ver, la cosa, más o menos, es como sigue:

         Lo primero que deberíamos hacer es desarrollar una “cultura” de la muerte (no confundir con un “culto” a la muerte; eso es diferente). Para empezar, ¿qué es eso de que a los niños no se les hable del a muerte? ¿Por qué? ¿Se traumatizan? ¡Ya estamos! ¡Cuidado con el niño que no se resbale! ¡Que se ponga la rebequita si sale al jardín! (créanme, sé de que les hablo; soy hijo único, o sea, fui niño único). ¡Qué no se enteré de esto la niña! ¡Que no entre en la habitación del muerto! (eso antes; ahora todo suele suceder en un hospital, por desgracia). Y así podríamos seguir..., y no acabar nunca. En mi opinión los primeros culpables de semejante “terror” a la muerte son los médicos (ya ven, sigo haciendo amigos entre tan magna profesión; lo siento, Ania. Ya sabes que no lo hago con mala fe; conste). Salvo la ya fallecida doctora Elisabeth Kübler Ross y algún que otro galeno más, el tema de la muerte siempre ha sido dado de lado por la profesión médica. No en vano, uno va al hospital a que le curen, no a morirse, ¿verdad? Por lo tanto, puedo entender que la muerte de un paciente (sí, porque son pacientes, lo de llamarles por su nombre..., a veces pasa..., pero poco) sea un fracaso de la medicina. Puedo entender que el médico al que se le muera un paciente en la mesa de operaciones se sienta abatido y fracasado. Lo que no entiendo es que por esa razón los propios médicos tengan a la muerte como una “apestada”. Si ellos, que están en permanente contacto con la muerte, la rehúyen, entonces, ¿qué sentimiento tendrá el paciente?

         Creo que a los niños, desde pequeños, habría que hablarles de la muerte como algo “NORMAL”. Ni bueno, ni malo. Mejor que eso: NORMAL. Eliminando la preocupación por cuando venga, al mismo tiempo que les aportas una información de que no importa cuándo venga. Que no hay que preocuparse de ella ya que es una cosa muy normal. Que el mundo no se acaba mañana para ellos. Y que para aquellos a los que se les acabó, la vida sigue de otra manera. Y así, poco a poco, irles enseñando el camino de la espiritualidad (que no el de la religiosidad; conste). Naturalmente eso no eliminará el dolor que sientan cuando pierdan a un ser querido (ni falta que hace que pierdan ese dolor). Pero sí que les dará, con el pasar de los años, una visión de la muerte (y por lo tanto, de la vida) mucho más amplia, armoniosa y espiritual, que les posibilitará responderse un montón de preguntas con algo más que: “se fue porque le tocaba”.

         Un segundo punto que creo que es importante de destacar, a mi juicio, es el de cómo “acompañamos” a la muerte. Yo he tenido el privilegio (créanme, es un privilegio) de acompañar a varios moribundos. En el entendido de que eran moribundos en estado de degradación progresiva no dolorosa. Y en todos ellos he podido constatar (o sea, comprobar con mis ojos) que tenían varias cosas en común. La primera es que estaban en la cama pero..., “no estaban”. No, no me he vuelto loco. Tranquilos. Quiero decir que, efectivamente su presencia física allí, en la cama, era obvia. Pero su mirada denotaba que estaban en otra parte. ¿Dónde? A saber. Y les aseguro que ninguno de ellos se había fumado ningún tripi; palabra. La segunda: todos ellos alzaban las manos como si quisieran que les “cogieran de una vez”. Tercera: todos se querían marchar. Incluso a alguno de ellos, si les planteabas el deseo de que se fueran a quedar todavía muchos años entre nosotros, se cabreaban sobremanera. Y la cuarta: todos murieron con una expresión de dulzura y agradecimiento en sus rostros.

         El científico de turno me podrá decir que, naturalmente, todo eso “no prueba nada”. Lo sé. Pero afortunadamente pienso que sobre la muerte no hay “nada que probar”. Está ahí, dándonos información millones de veces al día en todo el planeta. Y muchos no lo quieren ver. Prefieren apartar la mirada para no ver lo horrendo, sin percatarse de que lo que también dejan de ver es el mensaje humano que nos transmite. Yo les diré lo que, en mi opinión, nos dice la muerte.

 
Morirse es como coger un ascensor. Y lo bueno es que no hay “arriba” ni “abajo”.
         Morir es dormirse. Y cuando te despiertas..., ya no te duermes más.
         La muerte nos recuerda que la vida es mucho más maravillosa de lo que en muchas ocasiones nos pintan o nos pintamos.
         Morimos todos los días cuando nos vamos a acostar.
         La muerte no debe ser nunca un negocio lucrativo; eso habría que gritárselo a nuestros dirigentes.
         La muerte no es un drama. El verdadero drama es vivir sin saber que, pase lo que pase, la vida es lo más maravilloso que tenemos.
         La muerte no es el fin de todo. Es el principio del Todo.  
         En definitiva, cómo decía el poeta: vivir es morir, morir es vivir.

1 comentario:

  1. LUIS MI: ERES GENIAL. SIGUE ESCRIBIENDO.COMPRARÉ TU PRIMER LIBRO Y EL SIGUIENTE Y EL SIGUIENTE...UN ABRAZO

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