lunes, 6 de diciembre de 2010

30/08/2007

Ayer fui a verte, amigo mío. Y me pareció que me enviaste una señal. Mientras iba hacia el cementerio hacía un sol radiante y un calor considerable. No fui solo, esta vez. Esta vez vino Natalia conmigo, ya lo sabes. Cuando llegamos ante tu nicho, curiosamente, comenzó a llover. Llovió poco rato, pero fue intenso. Me pareció que era tu bienvenida. Sabes que me encanta la lluvia. Lo tomaré como una bienvenida por tu parte. Y te lo agradezco….

Blanco…, negro…, blanco…, negro…, no. Hay muchas ocasiones en las que conviene un tono gris.

El día de mi primera comunión, vomité encima de mis pantalones, poco antes de ir hacia la iglesia. Recuerdo que mi madre se afanó con esmero a lavarlos en seco y dejarlos limpios otra vez en poco tiempo. Sí, es cierto, de niño, en algunos aspectos las cosas eran más fáciles. La familia, se suponía, estaba unida y, aparentemente, se quería. Luego crecemos, y los más idiotas dicen que maduran. Y muchas veces el resultado de la madurez es horrendo. Con los años ves que de todo aquel mundo hermoso va quedando muy poco. Lo que antes parecían cimientos sólidos acaban derrumbándose como un castillo de naipes. Y lo que parecía alegría y buena armonía resulta ser una sarta de mentiras encadenadas que hacen que aquella admiración se transforme en asco.

A veces, de niños, nuestra vida es un sueño hermoso y en ocasiones un tormento parecido a un calvario. Duele ver como, con los años, la blanca fachada se va llenando de agujeros. De hecho, a lo peor, siempre estuvieron ahí, pero un niño no los ve. Y cuando los ve…, se da cuenta de que ya no es tan niño. Pero, aparte de los culpables de facto, los humanos que tanto engañaron, no seré yo quien culpe a la vida de esos sucesos. Tan solo cerraré los ojos, derramaré alguna que otra lágrima en nombre de la buena voluntad, si es que habita todavía en aquellos corazones, y sonreiré compasivamente en espera de una luz que ilumine de nuevo el sendero de la esperanza.  

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